domingo, 14 de diciembre de 2008

Entre lo sagrado y lo profano

Las ferias provienen de la Alta Edad Media y tenían como objetivo el intercambio de los más variados productos entre varias comarcas de Europa, como la celebrada en la región de Champaña en el reino de Francia. Fueron en sus orígenes, grandes mercados regionales, una especie de Centrales de Abasto temporales, que funcionaban en fechas específicas, que en muchos casos coincidían con la de algún santo cristiano. En ellas tenían se llevaba a cabo una serie de festejos tanto de carácter profano como eclesiástico. Cuando llegaron los españoles al Nuevo Mundo, trajeron consigo esta tradición fuertemente condicionada por el signo religioso a causa de la militancia que ejercieron enfrentando a los moros de fe musulmana, durante los 800 años que duró la Reconquista. A su vez, los indígenas americanos imprimieron a las fiestas cristianas el sello específico de de su cultura; en el caso particular de México, el culto que rendían a sus antiguos dioses siempre se realizó en espacios abiertos mediante grandes procesiones y una liturgia centrada en el canto y la danza. Presionados para que se bautizaran sin la debida disposición y conocimiento, en los actos del culto cristiano nunca se estaba seguro si estaban destinadas a las divinidades traídas por los conquistadores o a las ancestrales que les eran propias. Las fiestas patronales de Yurécuaro, como las de otras muchas poblaciones mexicanas revelan esa doble herencia en la que aparecen mezclados lo español con lo indígena y evidencian, asimismo, el doble condicionamiento de su dimensión sagrada y los requerimientos del mundo profano. Como si se tratara todavía de la competencia entre los distintos barrios o calpulis prehispánicos, en las fiestas supuestamente religiosas campea el espíritu de ostentación y de competencia tanto en el adorno de las calles como en la fastuosidad de las procesiones donde cada vez se incrementa la participación de mariachis, bandas u orquestas; la proliferación de danzantes que mixtifican la herencia indígena; carros alegóricos en los que prevalece el número y la espectacularidad, sobre el mensaje que pretenden trasmitir; o que el mismo atrio parroquial lo conviertan en una verdadera discoteca. Igual que las ferias medievales, las de la Santa Patrona son ocasión inmejorable para que grandes y pequeños comerciantes puedan tener un beneficio económico. Las cofradías para recabar recursos con la venta de comida; los artesanos pirotécnicos quienes durante doce días nos recetan un número infinito de explosiones; los vendedores de comida, bebidas, golosinas, espectáculos, palenques, juegos mecánicos todos instalados en torno a la plaza de armas; una actividad que cada año brinda la oportunidad a la Hacienda municipal de tener ingresos no presupuestados.
La forma en que transcurren las fiestas patronales mueve a dos reflexiones, una en el ámbito profano, otra en el religioso. ¿Habrá un beneficio tangible para el municipio al autorizar la instalación de la Feria, precisamente en las avenidas aledañas a la Plaza de Armas en lugar de la explanada donde habitualmente se hacía? Una de las consecuencias indeseables de ello fue que los permisionarios de la feria emplazaran su campamento justo en la confluencia de las calles Carpio y Guerrero, con camiones o en sus carpas que hacen las veces de casa habitación, y donde las señoras realizan actividades propias del hogar, lavando ropa, fregando trastes y arrojando a la banqueta toda clase de detritos. Ahora bien, es obvio que los permisionarios de la feria, que por la naturaleza propia de su actividad laboral se ven obligados a una constante trashumancia y vivir en condiciones muy precarias; que es de justicia que las personas puedan ejercer el trabajo, profesión u oficio que les acomode, siendo lícitos; que ésta es una facultad limitada sólo por los derechos de terceros y que no se perturbe el orden público; que las autoridades en turno estén en condiciones de recabar mayores impuestos, los que seguramente emplearán en beneficio de la población; pero ¿acaso no podían haber instalado su campamento en algún terreno baldío cercano evitándole así a los vecinos un sinfín de molestias? Por su parte, en el ámbito religioso, las modalidades que han asumido nuestras festividades, mueven a reflexionar sobre el antiguo pensamiento de los profetas, que en otras épocas externaron su condena a quienes pretendían estar en regla con Dios, cumpliendo solamente con ciertos ritos cultuales. Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos (Os 6:6). Por cuanto ese pueblo se me ha allegado con su boca y me han honrado con sus labios, mientras que su corazón está lejos de mí (Is 29: 13). ¿A qué traerme incienso de Seb y canela fina de país remoto? Ni vuestros holocaustos me son gratos, ni vuestros sacrificios me complacen (Jr 6:20). Si hambre tuviera, no habría de decírtelo, porque mío es el orbe y cuanto encierra. ¿Es que voy a comer carne de toros o a beber sangre de machos cabríos? (Sal 50:12s). ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne! (Am 5: 23s). El sacrificio a Dios es un espíritu contrito (Sal 51: 19). Si esos profetas vivieran ahora, tal vez, harían sus reflexiones sobre el aroma de la pólvora y la explosión de los cohetes; el tañer de las campanas, el estruendo del mariachi, las galas de los carros, las luces de la disco parroquial y la ausencia de solidaridad social (JAMG).

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