sábado, 4 de octubre de 2008

ENTRE LA CRUZ Y LA ESPADA

Entre la cruz y la espada
Para quienes, a la manera de Vicente Fox, procuran atraerse la voluntad popular, empleando imágenes religiosas en los actos políticos, asimilándose al Padre de la Patria, quien convocó a la independencia enarbolando un estandarte de la Virgen, sería conveniente tuvieran presente el trato que la jerarquía eclesiástica de ese tiempo dispensó a los autores de nuestra Independencia. Manuel Abad y Queipo, obispo de Michoacán emitió un edicto de excomunión, publicado el 24 de septiembre de 1810, acusándole de sacrílego, seductor del pueblo, de insultos al soberano, perturbación del orden y perjuro. “Declaro que el referido D. Miguel Hidalgo, cura de Dolores y sus secuaces los capitanes citados… han incurrido en la excomunión mayor del Canon: Si quis suadente diabolo, por haber atentado a la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados. Los declaro excomulgados vitandos, prohibiendo como prohíbo, el que ninguno les de socorro o auxilio y favor bajo la pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda”. Por su parte, el arzobispo de México Lizana y Beaumont emitió una pastoral combatiendo los principios de la revolución: “Hijos míos, no os dejéis engañar: el cura Hidalgo está procesado por hereje; no busca vuestra fortuna sino la suya, como ya tenemos dicho en la exhortación de 24 de septiembre: ahora os lisonjea con el atractivo halagüeño de que os dará la tierra; no la dará, y os quitará la fe; os impondrá tributos y servicios personales, porque de otro modo no puede subsistir en la elevación a que aspira, y derramará vuestra sangre y la de vuestros hijos para conservarla y engrandecerla, como ha practicado Bonaparte… Huid del que os enseña doctrina que reprueba con las Santas Escrituras nuestra Santa Madre la Iglesia, y que puesta en práctica, revolvería y acabaría el mundo, siendo vosotros una de las víctimas. ¡Viva la Religión que no vive con los que enseñan y obran contra la doctrina de la Santa Madre Iglesia! ¡Viva la Virgen de Guadalupe, que no vive con el que niega que sea virgen ni con los que revuelven y amotinan los países de esa Señora! ¡Viva Fernando VII, que no vive con la independencia de sus vasallos”. Por su parte, como lo relata Lucas Alamán, el fallo en el juicio contra el Siervo de la Nación, declaraba que: “El presbítero don José María Morelos era hereje formal, fautor de herejes, perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los santos sacramentos, cismático, lascivo, hipócrita, enemigo irreconciliable del cristianismo, traidor a Dios, al rey y al papa”. Fue obligado a que asistiera a su auto en traje de penitente, con sotanilla sin cuello y con vela verde. Terminada la lectura de la sentencia, el ministro decano procedió a la ceremonia llamada por los inquisidores la reconciliación, ordenando que se azotase a la víctima durante el rezo del salmo Miserere, enseguida se celebró misa rezada. Acabada ésta, siguió la ceremonia de degradación, Morelos tuvo que atravesar toda la capilla del tribunal con el vestido ridículo que le habían puesto y leída nuevamente la sentencia, se le revistió con los ornamentos sacerdotales: amito, alba, cíngulo, estola y casulla, puesto de rodillas se le despojó de sus vestiduras en orden inverso, a continuación el verdugo procedió a rasparle las palmas de las manos. Esta ceremonia, similar a la fue sometido Hidalgo, pretendía legitimar se privara de la vida a un eclesiástico, bajo el subterfugio de la “degradación” que supuestamente anularía los efectos de su consagración. Ello a pesar de que en la doctrina católica considera al orden sacerdotal, como uno de los sacramentos que imprimen “carácter”, a perpetuidad, y que esta condición no se pierde, como dirían los teólogos, “incluso en el infierno”. No obstante que las acusaciones de orden doctrinal eran meras patrañas de los inquisidores, éstos sin dudarlo pusieron toda su ideología al servicio de los poderes civiles para justificar que se ejecutara como traidores a los padres de nuestra Independencia: encadenados, hincados y dando la espalda al pelotón de fusilamiento y que cercenando sus cabezas les exhibieran, descarnadas, en jaulas de hierro. La historia nos muestra con harta frecuencia, que cobijarse bajo los símbolos sagrados para adquirir legitimación política no siempre produce los resultados deseados, sobre todo cuando esta conducta choca con los intereses temporales de la jerarquía eclesiástica. (JAMG).

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