domingo, 19 de abril de 2009

La muerte del justo

Los pueblos primitivos, creen en ocasiones que su seguridad, y más aún la del mundo entero, están ligadas a la vida de sus reyes, encarnaciones humanas de la divinidad. Ninguna suma de cuidados y precauciones evitará que el hombre-dios vaya haciéndose viejo y débil y que al final, muera. El peligro es formidable: la marcha de la naturaleza depende de la existencia del hombre-dios. Para evitarlo sólo hay un procedimiento: matarle tan pronto como muestre síntomas de que su poderío comienza a decaer, y su alma será transferida a un sucesor vigoroso antes de haber sido seriamente menoscaba por la amenazadora decadencia. Frazer (La rama dorada) considera factible que en tiempos remotos, aunque no en la época histórica, los reyes de Babilonia, o sus antecesores, perdieran no sólo corona, sino también la vida al cabo de un año de reinado. La regla que ordena morir al rey, es una ley que los monarcas tratarían, más pronto que más tarde de abolir o modificar. Cuando se acercaba el plazo para matar al rey, éste abdicaba por unos días, durante los cuales reinaba y sufría en su lugar un 'rey temporero'. Puesto que el rey moría en calidad de dios o semidiós, el sustituto que muriese en su lugar tenía que estar investido, por esta razón, con las atribuciones divinas del rey, por lo menos en esa ocasión. Nadie podía representar mejor al rey en su carácter divino que su propio hijo, del cual podía suponerse que compartía la inspiración divina de su padre. En su inicios, el rey sustituto podría haber sido una persona inocente, posiblemente algún miembro de la propia familia real; pero con el avance del sentimiento público sería investido de la breve y fatal soberanía un criminal convicto. Andando el tiempo, la costumbre cruel fue mitigándose al punto de aceptarse como sacrificio vicariante el de un carnero en lugar de una víctima regia. Consigna Frazer, “Según el historiador Beroso, el cual como sacerdote babilónico hablaría con gran conocimiento de causa, que anualmente se celebraba en Babilonia una fiesta llamada Sacaea. Principiaba el día 16 de mes Lous y duraba cinco días, en los cuales amos y servidores cambiaban sus puestos, dando órdenes los sirvientes y obedeciendo los amos. Vestían a un prisionero condenado a muerte con ropajes reales, le sentaban en el trono del rey y le permitían proceder como quisiera, comer, beber y yacer con las concubinas del rey. Pero al terminar los cinco días le despojaban de sus ropas regias, le azotaban y por último le colgaban o empalaban”. A su vez, durante las ceremonias del festival del año nuevo en Babilonia, nos refiere Frankfort (Reyes y Dioses): “El sumo sacerdote salía del Santo de los Santos donde estaba la estatua de Marduk; cogía el cetro, el anillo, la cimitarra y la corona del rey, y los colocaba en un 'asiento' delante de la estatua del dios. Se acercaba de nuevo el gobernante, que estaba de pie sin los símbolos de su dignidad real, y le pegaba en la cara; después le hacía arrodillarse para que declarase su inocencia [...]. Después el sumo sacerdote recogía las insignias y se las devolvía al rey, golpeándole de nuevo en la cara, con la esperanza de que derramara lágrimas lo consideraba como un presagio favorable y prueba de la buena voluntad del dios”. En la Biblia hebrea, el autor del siglo VII al que se identifica como Deutero Isaías, parece tener en mente la imagen del esclavo sacrificado por el bien de la colectividad. Hay que tener presente que este profeta realizó su prédica durante el cautiverio de los judíos en Babilonia. “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos como ovejas éramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y el se humilló y no abrió la boca. Como un cordero [talya', también significa siervo o esclavo] al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco el abrió la boca. Tras el arresto y juicio fue arrebatado y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos, por las rebeldías de su pueblo ha sido herido y se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba, por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca.” (Is 53: 2-9). Las coincidencias tanto de las ceremonias babilónicas, como las el pasaje de Isaías con la llamada Pasión de Cristo son tan evidentes que es difícil creer que ambas no siguieran una temática mitológica compartida por el mundo semítico. “Los soldados le llevaron dentro del palacio, es decir, al pretorio y llamaron a toda la cohorte. Le visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: '¡Salve Rey de los judíos!'. Y le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas se postraban ante él. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacaron afuera para crucificarle” (Mc 15: 16-20) “Pilato les decía: 'Pero ¿qué mal ha hecho?' Pero ellos [Sumos sacerdotes, los escribas y el Sanedrín] gritaron con más fuerza: '¡Crucifícale!'. Pilato entonces queriendo complacer a la gente les soltó a Barrabás y entregó a Jesús después de azotarle, para que fuera crucificado” (Mc 15: 14s). “Y los que pasaban por ahí le insultaban meneando la cabeza y diciendo: '¡Eh tu!, que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!'. Igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: 'A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje de la cruz, para que lo veamos y creamos'. También le injuriaban los que con él estaban crucificados” (Mc 15: 29-32). Como apunta Guignebert (El cristianismo antiguo), parece probable que los recuerdos relativos a la Pasión se habían alterado ya antes de la redacción de nuestros Evangelios, que habían experimentado la influencia de diversas leyendas difundidas en Oriente, y que habían recibido interpretaciones que, en algunos puntos esenciales les dieron una fisonomía nueva. Para Campbell (Las máscaras de Dios. Mitología occidental) “El hecho mitológico recurrente de la muerte y resurrección de un dios, que había sido durante milenios el misterio central de todas las grandes religiones del Oriente Próximo nuclear, se convirtió en el pensamiento cristiano en un hecho en el tiempo, que había ocurrido una sola vez, y señalaba el momento de la transfiguración de la historia. La muerte había llegado al mundo por la caída de Adán en el árbol del Jardín. Por el pacto de de Dios con los hijos de Israel un pueblo había sido preparado para recibir y encarnar al Dios Vivo. A través de María había entrado en el mundo aquel ser divino, no como un mito sino en carne y hueso, históricamente. Y en la cruz ofreció al ojo y al corazón un signo silencioso, que fue interpretado de forma diferente por las distintas sectas, y sin embargo ha tenido para todos -se interpretara en la forma que fuera-, una prodigiosa fuerza afectiva así como simbólica”. (JAMG).

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